Valle de Loira a vuelta de rueda

Pedalea lentamente entre viñedos, duerme en castillos y deléitate con la gastronomía y los vinos del Valle de Loira, en este recorrido clásico de Butterfield & Robinson.

Por Ana Aragay

Nos reunimos temprano en una château francés del siglo XVIII, en Veigné, luego de un tramo de 20 minutos en taxi desde Tours. La instrucción era llegar vestidos y preparados para salir en bici pues los días en este paraíso se deben aprovechar.
Nuestra guía de Butterfield & Robinson es Tatjana, una chica de Sudáfrica que habla perfecto español. Ahí en esa sala de terciopelo color turquesa conocimos también al resto del grupo: una señora, dos parejas americanas y un señor canadiense. Era un grupo pequeño y el resto eran mayores, pero también un tanto más sabios, lo que hizo nuestro viaje más interesante. Media hora más tarde estábamos en el cobertizo de una granja productora de foie gras haciendo un repaso de nuestro equipo mientras un grupo de cazadores y sus inquietos perros se preparaban para salir en el que era el primer día de caza de la temporada. Tatjana y Jimmy, el otro guía, simpático y vinófilo, repasaron cada detalle de nuestras bicicletas: algunos estábamos en modelos híbridos, otros de calle y otros más en e-bikes, esas que tienen batería y resultan tan útiles en aquellas lomitas. Sobre el manubrio estaba una tableta con nuestra ruta en tiempo real, elevación ganada y distancia recorrida, entre otras cosas. Después de una hora de andar, se convierte en algo imprescindible porque tienes la libertad de ir a tu ritmo. Así que si te adelantas o prefieres hacerlo más relajado, siempre tienes tu asesor personal. Adicional a eso, siempre tendrás a uno de los guías en bicicleta que está (omnipresentemente) al tanto de cada integrante del grupo, y el otro guía te sigue en la van por si te cansas o necesitas algo. Durante tu viaje, todos los detalles están cubiertos: tu equipaje aparece por arte de magia en tu habitación, tu botella de agua se rellena, encuentras una mesa con galletas y café a medio camino entre los viñedos, catas, visitas… todo. Tu única tarea será disfrutar. Bueno, y también pedalear.

DÍA 1 / Villandry y sus jardines

Distancia: 36 km / Elevación ganada 290 m

Una vez que quedó todo lo básico aclarado, salimos todos en hilera y anduvimos hora y media en el valle entre los ríos Loira y Cher, hasta llegar al Château de Villandry. El palacio fue construido por Jean Le Breton en el siglo XVI, sobre una antigua fortaleza del siglo XII. Su arquitectura renacentista es ejemplar y sus espacios interiores son realmente acogedores, pero son sus jardines los que lo hacen famoso. Cualquier relato que se haga de ellos palidece junto a la experiencia de recorrerlos, pero hagamos el intento. Junto al castillo —y visto mejor desde el salón superior— encuentras el jardín Ornamental, un campo de figuras esculpidas finamente que cuentan historias de amor. Detrás de éste, está el de Agua, con un apacible estanque, hundido y bordeado por un talud cubierto de césped y una barrera de tilos. Hacia el oeste, está el del Sol, una serie de caminos delineados con arbustos un poco más salvajes, unos de flores azules, otros de flores amarillas y naranjas. En sus nichos se exhibían temporalmente unas hermosas esculturas de bronce de la artista francesa Marine de Soos. En el camino de vuelta hacia el castillo, pasamos por el laberinto, el jardín herbal y el más majestuoso de todos, el jardín de la Cocina: nueve parcelas con distintos motivos geométricos donde siembran vegetales y los variados colores del follaje son una delicia para los ojos. Para comer, hicimos un picnic entre el jardín del Agua y el del Sol, y soñamos cómo habrá sido vivir ahí y tener estos jardines para merodear cada fin de semana. Comimos queso, pan y paté local, tomamos vino de Chinon, y luego del café estábamos de vuelta en la bici. El recorrido nos llevaba de vuelta al hotel, a disfrutar de una degustación de vino donde Vincent, un apasionado sommelier nativo de Loira, nos habló de los vinos de la región que estaríamos probando los próximo días.

DÍA 2 / Un castillo propio
Distancia: 51 km / Elevación ganada: 402 m

Después de un desayuno —en el que no se escatimó la mantequilla sobre el croissant recién hecho— salimos del hotel e hicimos nuestro camino a lo largo del río Indra. Una hora más tarde estábamos frente al grandioso Château de Saché, un hermoso edificio del siglo XV que ahora es un museo dedicado a Honoré de Balzac porque entre 1825 y 1948 pasaba tantos días aquí escribiendo sus grandes obras. De su arquitectura destaca la fachada, con unos grabados en piedra que cuentan parte de su historia; de sus interiores, la decoración que fue impecablemente restaurada en la década de 1960 por cuenta del dueño, Paul Métadier, y revive fielmente su época de grandeza. Al final, visitamos los jardines que rodean al palacio y son hogar de un hermoso pino libanés de 200 años de antigüedad, y algunas impresionantes sequoias. De vuelta en la bicicleta, anduvimos algunos kilómetros más al pueblo medieval de Crissay sur Manse. La entrada al poblado hubiera ameritado dos pasadas. La primera es la natural, la espontánea, la que es solamente tuya; la segunda, porque es inevitable querer grabar y compartir esa entrada cinematográfica sobre una angosta calle que baja entre casas de piedra caliza y jardineras llenas de lavanda. La comida fue en un local con una impresionante vista al valle Manse, donde preparaban unas deliciosas ensaladas con foie o queso de cabra local. Fue justo lo requerido para rodar hasta nuestro hogar de esa noche: Château de Rivau. Situado en el corazón de Touraine, el castillo no es un hotel, es más bien una residencia privada que los dueños abren para B&R. Así que ya tarde, cuando se van los visitantes, lo tienes para sólo para ti. Sus jardines son encantadores y poseen una moderna colección de arte que la misma dueña, Patricia, te muestra con pasión. Las habitaciones están decoradas con antigüedades; la mía tenía un baúl de madera labrada que era tan grande que podría haber dormido adentro. Después del recorrido de 50 kilómetros y un par de copas de vino con la cena, sabiamente preferí la cama.

DÍA 3 / En los pasos de Juana de Arco

Distancia: 48 km / Elevación ganada: 349 m

El segundo día fue algo pesado y esta mañana se notó un poco en mis piernas, pero no fue nada que un buen café y un futuro prometedor —como una cata a mediodía— no pudieran curar. Además hoy volveríamos a dormir a Rivau, así que no había que empacar, lo que se tradujo a veinte minutos más de sueño. ¡Todo cuenta! Salimos a las nueve con rumbo a Chinon, rodando entre campos de girasoles gigantes y viñedos donde la gente estaba cosechando. Nos motivaba el hecho de que Caroline nos esperaba en la bodega de su familia, Domaine du Moulin a Tan, para hacer una cata y un conmovedor recorrido por los impresionantes túneles que su papá construyó a lo largo de 30 años. Viniendo de una ciudad acelerada, fue difícil entender un proyecto de tantos años y me ayudó a poner el estilo de vida local en perspectiva. Después de todo, un buen vino no es algo que sucede de la noche a la mañana. Continuamos nuestros camino a Chinon, donde tuvimos tiempo libre para ir a comer y pasear por el animado pueblo. Eran los últimos días cálidos y los locales estaban sentados en la plaza tomando café. Ahí nos reunimos con Aurzelle, una mujer americana que se mudó a Touraine porque se enamoró de su historia. Hoy nos dio una visita guiada del castillo de Chinon que, además de ofrecer vistas hermosas del valle, es famoso por ser sede de la reunión entre Juana de Arco y el que sería rey de Francia, Carlos VII, en 1429. Con la cabeza llena de historia, imaginando las batallas que se habían peleado en esos campos, volvimos al castillo de Rivau para un merecido descanso. Han sido días activos, pero cada minuto ha valido la pena porque los guías anticipan todo y trazan el camino más escénico. El día terminó con una cena en el pueblo vecino de Richelieu, donde el chef Thomas Morain nos deleitó con un menú de cocina francesa moderna. Como muestra, su delicioso tártar de tomate con las últimas fresas de la temporada.

DÍA 4 / Nostalgia de otoño

Distancia recorrida: 46 km / Elevación ganada: 470 m

Los tiempos modernos no han tocado al Valle de Loira, pero de las estaciones no se escapa. Al salir de Chateau de Rivau esta mañana, Patricia, con ayuda de tres jardineros, hacía la poda otoñal de las lavandas al frente del castillo. Y una vez sobre la bici, el aire se sentía plácidamente frío, lleno de esa nostalgia que trae consigo el cambio de estación… o el cambio de cualquier cosa. Atrás quedó el castillo, por delante teníamos un sendero entre campos donde continuamente nos cruzábamos con gente y naturalmente salía un “bonjour!”. Mientras, pensaba: “Qué ganas de dejarlo todo, renunciar a la ciudad, a Instagram —que como quiera soy mala— y ser tu vecina. Dedicarme a hacer mermeladas, sembrar vides…”. Luego venía alguna pendiente que me devolvía la sangre a las piernas. A media mañana llegamos a la Abadía de Fontevraud. Ahí estaba nuevamente Aurzelle que, siendo experta en 25 sitios de la zona, la Abadía es el epicentro de su pasión. Sin perder un minuto, nos apura a entrar porque este sitio tiene una gran historia. Durante la próxima hora disfrutamos de un fascinante tour del lugar: de su boca brotaban fechas y personajes con referencias modernas, y hacía bromas que nos hacían reír a todos. La historia de una abadía nunca había sido tan entretenida y fresca. Llenos de nostalgia, nos despedimos de Aurzelle, no sin antes intercambiar correos; su pasión por el pasado de Francia es algo a lo que me gustaría tener acceso siempre. Y con esa nota, nos sentamos a comer en la mesa larga, como de familia, que nos habían montado en el bistro de la plaza. Llegaron las órdenes de confit de canard y steak frites, y más papas y salsa bernesa al centro; cerveza, vino blanco y tinto; quesos locales, helado, creme brulée… un grand festin. Alargamos la comida cuanto se pudo, pero eventualmente llegó el momento de subir nuevamente a la bicicleta para cruzar más hermosos paisajes, platicando de bici a bici sobre lo que hacemos para vivir, nuestros viajes favoritos y cómo hacernos viejos, dejándolo todo atrás, en Francia.

Día 5 / Junto al Loira 

Distancia: 48 km / Elevación ganada: 539 m

Amanecimos en Saumur, en una de las diez grandiosas habitaciones de Château de Verrières, una casona del siglo XIX convertida en hotel. Desde la cama podía ver que nuestro último día sería, uno más, de cielo azul y clima perfecto. Había dormido mis ocho horas reglamentarias y mis piernas ya estaban acostumbradas a llevarme de un lugar a otro. Abajo en el desayunador había croissants, mermeladas hechas en casa y café; afuera, mi bicicleta estaba lista: tableta puesta al día, botella llena, cambios ajustados… ¡ojalá fuera el primer día y no el último! Hoy rodamos todos juntos. Bordeamos el río Loira, rodeados durante una hora por paisajes de colores tenues, como una obra de Monet. Pasamos miles de jardineras llenas de flores hasta llegar a casa de Cathy y Nigel, una pareja de ingleses que hicieron de este lugar su casa hace trece años. Nos recibieron con una copa de vino y charcuterie en una mesa al centro de su hermoso jardín. Ambos son apasionados del vino y la cocina, de manera que, mientras Cathy nos contaba enérgicamente sobre el vino local —apuntando a un mapa con las regiones marcadas en distintos colores— Nigel iba y venía de la cocina con platos llenos de cosas deliciosas que iba montando en una mesa en el interior de la cava. Comimos un quiche de chorizo español, pimientos rostizados con almendras, ensalada de zanahoria con comino, crumble con cerezas… y nos iban sirviendo distintos vinos locales muy especiales: cosechas orgánicas, vinos blancos con mucha barrica y tintos que por convicción habían perdido su denominación de origen. Su conocimiento del vino francés no tenía fronteras y su entusiasmo por la región era tan contagioso que era necesario tener su email, sacar una foto e insistirle que pronto le iba a escribir. De vuelta en Saumur, recorrimos lentamente el pueblo en un carruaje tirado por Polka, un hermoso caballo de competencia, que nos llevó hasta la casona del siglo XVII donde cenamos. Y hacia el final de la noche, fue Peter quien levantó la copa para agradecer a los fabulosos guías y compartir que había disfrutado mucho la semana. Bajo los efectos del crémant, uno tras otro fuimos tomando la palabra. Conmovida, mantuve la mirada fija en el mantel porque, aunque sólo haya sido una semana (y tenía sus emails), despedirme de nuevos amigos era triste. El grupo era pequeño y nos unió el gusto por viajar despacio, comer y tomar vino. En los momentos de descanso, que fueron frecuentes y siempre gratos, teníamos historias que compartir. Todos iban al menos en su tercer viaje de bici y resulta fácil entender por qué: están hechos de la materia prima de la vida, de la que no se puede ver ni tocar, de esa que no se acumula en cajas fuertes, sino en el corazón y la memoria del que lo vive. Como aquel día que nos sentamos a comer en Chinon que pedimos un vino blanco local delicioso —de color miel con notas de madera— y a media comida, el hombre de la mesa de al lado nos confesó que él lo producía. No es algo que pase todos los días, o tal vez sí… en el Valle de Loira.

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